Caminaba de la mano de una y de los ojos de otra, caminaba
sabiendo bien lo que quería o lo que tenía, sabía que no era lo mismo, sabía
que quería lo que tenía y quería tener lo que veía. Ella, la primera, la que a
la distancia solo miraba en silencio, se preguntaba una y mil cosas, todas
inciertas porque eran tan solo el producto de la imaginación de él tratando de
escrudiñar en la mirada de ella para llegar al corazón, podía porfiar toda la
tarde en esos pensamientos, enclenque su espíritu tarde que temprano decaería y
sabría que no sabía nada, nada más que quería estar con una, estaba con otra,
pero a ambas las quería. ¿Y qué ley se lo prohibía? Si a una la dejaba en el
anonimato y a la otra en la felicidad menester que su existencia demandaba. Cuando
ella la abrazaba, sentía pues los brazos de la otra, mohíno le recitaba poemas
que no eran para ella, fementido de conseguir lo que quería solo quería amar, a
lo que fuera que pudiera en su mente creer que era ella. Se dejaba domeñar de
sus impulsos y conducir sus palabras por el deseo, el deseo de no estar solo. Ella,
la segunda, feliz, incauta, incrédula, increíble. Era la perfección del cielo
en manifiesto de lo que el humano podía llamar una mujer. Cuando él se sentía
en sus labios, sabía que la vida era realmente vida y no la quería dejar
escapar porque un día sin sus besos era un día sin…sus besos, porque en
simplemente no tenían comparación ni siquiera poética. Y cuando la miraba en
sus ojos sabía que el universo se escondía ahí, como las estrellas en sus
pecas, como el mar en sus pensamientos, como la música en sus palabras, ella
siempre sabía qué decir. Y cuando su mirada ya no alcanzaba a ver a la primera,
simplemente se podía entregar completamente a la segunda la que de vez en
cuando, con un poco de lujuria se convertía en la única. Nadie podría decir que
él hacía mal, porque nadie sabía lo que hacía. Y a ninguna le importaba, porque
la segunda no sabía de la existencia de la primera, y la primera no sabía ni de
su propia existencia en esa historia.
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