Es cierto que era noche. Es cierto
que era peligroso. Es cierto que mi perro era bravo. Es cierto que mi niña
seguía perdida. Salí a buscarla desde varias horas antes, la policía es
demasiado inútil, demasiado burocrática, aún tenía suficiente tiempo, aún la
podía encontrar antes de que algo peor pasara. Mi perro ya no podía olfatear
más entre tantos malos olores que la ciudad despedía, aunque no se quejaba y
aún seguía dando un gran esfuerzo yo sabía que ya no podía fiarme de él para
encontrarla, tan sólo para protegerme en cualquier caso. Los callejones no son
el primer lugar donde una niña hermosa como la mía estaría. Sus cinco años de
edad, su pelo rubio recogido en dos trenzas la hacían tan vulnerable que un
lugar como estos no serían donde ella se pudiera encontrar, pero dada la
situación y la desesperación había que buscar en cualquier rincón, no
detenerme, no rendirme, la quería y no dejaría que algo malo pasara. Lo que me
quedaba por hacer era seguir sus lágrimas, obviamente había estado llorando,
siempre tenía miedo cuando estaba oscuro, nunca cuando jugaba con sus muñecas o
participaba en algún recital con sus compañeras de ballet, pero de noche y a
oscuras siempre tenía miedo y necesitaba que la abrazara, que la hiciera sentir
protegida. Y siempre la hacía sentir protegida, excepto esta vez, esta vez no
sé qué pasó. Conforme avanzaban las horas la esperanza aumentaba, sabía que la
encontraría y entre más minutos a pasaban sabía que faltaban menos para llegar
a ella, después de todo qué tan lejos podría llegar una niña de cinco años, con
su baja estatura y sus pequeños pies delgados, su uniforme escolar. Si en algún
momento mi perro pudiera percibir su olor, sería imposible no reconocerla,
siempre fresca con ese olor que despedía su cabello, con su shampoo favorito y
esa manera tan delicada con la que yo me dedicaba a lavar su ropa, porque la
madre no podía hacerlo –obviamente- estas últimas fechas. Sus manos siempre
eran suaves, como es de esperarse en una niña de su edad, y su voz siempre tan
grata cuando decía por ejemplo, que me quería, a veces con lágrimas en los ojos
porque aunque la amaba, a veces debía reprenderla por cometer alguna travesura,
como salir corriendo de casa y perderse, aunque nunca lo había conseguido, no
como hasta hoy. Después de todo, no podía llegar muy lejos, de eso estoy
seguro. Luego, en ese momento pude escucharla, escuchar sus sollozos y entonces
corría hacia donde la escuché. Pude ver su silueta y ella vio la mía, el perro
ladró y ella se estremeció, se asustó y corrió por más que le imploré que se
tranquilizara. No escuchó, siguió corriendo y yo tras ella, a la vez el perro. Este
logró zafar la correa de mi mano y corrió detrás de su rastro. Temí lo peor. Pude
escuchar cuando consiguió alcanzarla, pude escuchar como ella gritaba, pude
escuchar cómo de repente dejó de hacerlo, peor fue cuando pude verlo. Ella yacía
ahí junto al perro que tenía el hocico ensangrentado y estaba sentado a un lado
de ella paciente, esperando mi llegada. Cuando lo hice, no pude más que dar un puntapié
al maldito animal. Mi hermosa, mi niña, mi princesa estaba ahí ante mí, que la
había buscado con tanta desesperación y no pude salvarla, soy un idiota, ¡un
terrible idiota! Sentí perder la cordura, no podía comprender como en mi
intento de tenerla de nuevo a mi lado había sucedido esto, esto tan estúpido,
esto tan de lo que soy culpable. La sujeté entre mis brazos y pude escuchar sus
últimos alaridos, entonces le dije cuánto la amaba hasta que dejó de respirar. Sentí
el más grande dolor que alguien pueda imaginar. Acaricié su trenza, toqué sus
delicadas manos, lloré de desesperación, luego solté el cuerpo y me puse de
pie. Si ese era el dolor que yo sentía no podía imaginar el que su padre iba a
sentir. Tomé la correa del perro y me puse en marcha, mañana tendría que buscar
de nuevo, una niña rubia, que bailara ballet, de estatura baja y pies delgados,
y tendría que poner más atención para que algo así no se volviera a repetir.
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