lunes, 30 de septiembre de 2013

Teatro de Caprichos

Las puertas se abrieron al público, uno a uno ocuparon su lugar, apresuradamente por ver aquel estreno tan esperado, al que llamaremos amor. La brisa se colocó suavemente en su rincón favorito, emitiendo de vez en cuando susurros que a nadie le importaban, porque estaban demasiado pendientes de la gran obra que venían a ver, que se había preparado con tanta meticulosidad, aún pareciendo ser improvisada, improvisada desde el alma. También estaba presente la luz, sigilosa y educada que por no querer interrumpirla escena se atenuó y se colocó en un lugar donde alcanzaba a ver todo. La lluvia tuvo que ver desde fuera, aunque con el mismo placer que cualquier otro asistente, era feliz simplemente con contemplar tan ejemplar obra de teatro.
Se levantó el telón y dos jóvenes aparecieron en escena, un sentado al lado del otro, una escena tan simple pero tan romántica porque era fácil ver sus ojos y saber lo que sentían, sentían su papel como se siente la vida cuando uno se pone a hacer conciencia sobre ella. Él tomó la mano de ella, ella jugó con la mirada de él, él se dejó conducir por el placer de ser amado en el primer acto, en el vandalismo perjudicial de la ineptitud, de incredulidad; se apasionó tanto en su papel que parecía que para él era real, de hecho para él era real. Desnudaron sus almas al son que sus ropas se humedecían, recorrieron sus cuerpos al son en que su respiración se estremecía, ignoraron todo alrededor pues sólo eran ellos en escena actuando la más simple y conmovedora historia de amor, de dos jóvenes de apenas dieciocho y veinte años, una historia que conmovió hasta al solo que un de repente se dejó ver por detrás del regazo de la lluvia, convirtiendo a la audiencia en una completa crema social.
Entonces los actores en escena llevaron a cavo el acto de hacer el amor, de manera tan real que cualquiera dejaría escapar un poco de morbo de su imaginación, hicieron el amor de manera tan natural, aunque sólo faltó la penetración, la de los ojos del él en los de ella, la de los sentimientos de él en el corazón de ella, la de la presencia de él en la vida de ella. Nunca la penetró porque era una obra de teatro y nada más.
Entonces llegó el tercer acto y ella lloraba en un rincón, él por su parte trataba desconsoladamente de consolarla, abrió su corazón e improvisó instantáneamente ara darle un matiz tan elegante al momento, le juró el amor eterno, lo juró todo lo que un joven de su edad podía jurar, la abrazó y tuvieron el diálogo más precioso que se hubiera escuchado jamás, aunque sea parta los espectadores
-          Ya no llores, amor, ¿por qué lloras?- preguntó él.
-          No te preocupes amor, lloro de felicidad- respondió ella.
Se bajó el telón, después los actores viniendo de detrás de él salieron a dar la cara y recibir los aplausos de júbilo que sus espectadores otorgaron sin ningún afán de ahorrar aplausos para una próxima vez. La luz cegó los ojos involuntariamente, tanta magia había alrededor, el silencio se rompió en gritos de emoción, la brisa sopló conmovida, indecisa en cuándo detenerse, no podía parar.
Los actores después estarían fuera del teatro, se miraron, se estremecieron por última vez.
Era el último acto.
-          ¿nos volveremos a ver? –preguntó él.

-          Sabes que no –respondió ella.

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